Un hombre espera sentado en las afueras del banco Sumitomo en Hiroshima en la mañana del lunes 6 de agosto de 1945.
Esa mañana pertenecía a un verano de las postrimerías de la II Guerra Mundial: Alemania se había rendido el 8 de mayo de 1945 y solo restaba ponerle el sello final al conflicto del Pacífico entre EE.UU. y Japón.
Para conseguirlo, el ejército estadounidense estaba reduciendo a cenizas las ciudades estratégicas de Japón, como Tokio y Kyoto. Sin embargo el imperio del sol, que agonizaba, se rehusaba a firmar la rendición incondicional.
Hasta aquel 8 de agosto de 1945. Hasta esas 8 y 14 de la mañana, cielo límpido y un hombre que esperaba sentado sobre unas escaleras.
Un hombre que podría estar pensando en el final de la guerra, en el futuro de su país o simplemente en lo que haría con el dinero que sacaría de las taquillas del banco.
Hiroshima, una tranquila localidad de 300.000 habitantes ubicada en el sur de Japón, caminaba normal sobre una mañana parecida a tantas.
Nadie, ni los científicos del proyecto Manhattan, ni el presidente Truman, ni Paul Tibbets, el comandante del Enola Gay que contenía la bomba, ni el emperador Hirohito, pero sobre todo, ninguno de los habitantes de Hiroshima incluyendo el hombre sentado a la entrada del banco, podían sospechar el efecto devastador que tendría aquel artefacto y que partiría la historia del mundo en dos.
A las 8:15 de la mañana «Little Boy» estalló 600 metros antes de alcanzar el suelo y la tierra ardió en pocos segundos.
La bomba atómica, la primera jamás caída sobre una población civil.
Una inmensa nube se elevó por el cielo mientras el poder destructivo equivalente a13 toneladas de TNT se expandía por el suelo cargando una tufarada radioactiva.
Miles de personas se esfumaron por el calor en un radio de un kilómetro. Entre ellos estaba el hombre sentado esperando que abrieran el banco, pero nunca la muerte.
Junto a él, se estima, murieron70.000 personas en el acto. Otras 160.000 agonizarían en el curso de los días, los meses, los años.
El efecto sombra
Sabemos que un hombre estaba sentado allí porque dejó su sombra. La temperatura, que alcanzó el millón de grados centígrados, hizo que algunos cuerpos y objetos que recibieron la explosión dejaran una sombra en el suelo.
En las paredes. En los árboles.
Aquello se conoció como el «efecto sombra» o «sombra radioactiva».
Después del estrépito de la bomba – a la que se unió la explosión en la ciudad de Nagasaki, tres días después- y de que Japón firmara la rendición el 2 de septiembre de 1945, el país fue ocupado entre otros por el ejército de Estados Unidos.
Y fueron sus soldados quienes, junto al fotógrafo Yosuke Yamahata, registraron la profunda devastación que habían causado las bombas, no solo en Hiroshima sino también en Nagasaki.
Caminando entre rastrojos de una guerra que parecía desconocida, los soldados de EE.UU. se encontraron con la sombra del hombre en la entrada del banco de Japón. Las piedras se tornaron blancuzcas por el efecto de la radiación, resaltando más el efecto de la sombra.
Lo mismo ocurrió en un puente ubicado a 900 metros del hipocentro, donde se encontraron los rastros de luz que habían filtrados los balaustres de la construcción.
«Allí se puede ver cómo la luz emitida por la bomba creó el efecto sobre el asfalto. En algunas zonas del puente se descubren formas humanas de la gente que estaba caminando aquel día sobre este lugar», se puede leer en el material entregado por el Museo de la Memoria de Hiroshima a BBC Mundo.
Aunque muchas de estas sombras se han ido desvaneciendo a través de los años, las imágenes captadas por Yahamata o por los soldados estadounidenses fueron suficientes para dar otro testimonio sobre el macabro poder que la bomba atómica tuvo aquel 6 de agosto de 1945.