Es literatura fantástica, claro. Lectores y espectadores asumen sin problema lo increíble del universo de J.K. Rowling, pero a veces las apariencias engañana: no es solo el fruto de una mente creativa.
Son hechizos, supersticiones y creencias que se encuentran «en textos y manuales latinos, árabes y hebreos que hablan de magia antigua», y que son reproducidos por muchos de los magos y brujas famosos de la actualidad, explica a Yorokobu.es Hetta Howes, una investigadora de la Universidad Queen Mary de Londres experta en literatura y magia medieval.
Seguro que te suena uno de eso textos: la Guía para la Hechicería Medieval que Harry consulta durante el Torneo de los Tres Magos con la esperanza de encontrar un hechizo que le ayude a respirar bajo el agua.«La famosa saga le debe muchos de sus aspectos sobrenaturales a la época medieval», afirma Howes, pero también Narnia o el viejo mago Merlín.
Los magos y brujas, tal y como los conocemos hoy en día, «existieron». Eran populares y viajaban de ciudad en ciudad visitando cada corte que encontraban por el camino para desplegar su inspiración: juegos de manos, ilusiones ópticas, remedios de salud y hasta técnicas para escribir de forma secreta. Magos que «incluso aprendían a serlo», de la misma forma que el joven Potter lo hace en Hogwarts, «aunque durante la época medieval no existían colegios, se aprendía de forma casera».
La población del medievo creía en la magia, «aunque no la definían con ese término». Algunos la llamaban superstición, otros fe, religión o incluso la consideraban ciencia. Eran personas que creían en el poder de las palabras, en la existencia de entidades invisibles, como demonios y ángeles, y en el poder de la naturaleza.
Animales sobrenaturales como los unicornios o los hipogrifos que aparecen enHarry Potter, en la asignatura de Cuidado de Criaturas Mágicas, derivan de libros que se escribieron hace siglos, conocidos como «bestiarios medievales».
En ellos también aparecen algunas plantas, como las mandrágoras de la profesora Sprout, vegetales que – se creía – pueden ser utilizados para devolver a la vida a quienes han sido petrificados. Para ello, primero hay que trasplantarlos en varias ocasiones, y quien lo hace corre el riesgo de sufrir desmayos e incluso la muerte a causa de la potencia de sus gritos.
Por eso en los bestiarios medievales se recomendaba dejar esa labor a los perros. «El uso de la mandrágora en Harry Potter también se nutre de la idea medieval de que ciertas plantas podían ser utilizadas para la magia y la medicina».
No todas las magias son iguales
Los ciudadanos del medievo solían distinguir entre la magia «natural» y la «demoníaca», igual que en el mundo de Harry Potter se diferencia entre magia blanca y oscura. Esa creencia, afirma Howes, provocaba cierta «tensión que iba de la fascinación al respecto, pasando por el miedo y la condena» de la propia hechicería. Aunque la gente de la Edad Media respetaba a quienes practicaban estas artes, la Iglesia hizo todo lo posible por infundir temor contra ella.
La magia natural era considerada algo normal. Servía para repeler los rayos utilizando piel de foca, pero también para que los cultivos fueran abundantes cuando mujeres vírgenes se encargaban de cultivarlos. «Estas son cosas que, aunque para el lector moderno suenen a mágicas, a ellos les sonaba a una ciencia que aún no había evolucionado», indica Howes.
La magia demoníaca, mientras tanto, era perversa y solía entenderse como algo contrario a la religión. En un principio fue conocida como «nigromancia», un término que guarda relación con el poder de comunicarse con los muertos – algo que hace en incontables ocasiones el joven Potter con sus padres, con Sirius Black y con Remus Lupin -, para después pasar a considerarse «sobrenatural».
De la mano de esta visión oscura, y antes del siglo XII, muchos pensaban que los responsables de un acto mágico eran víctimas del demonio, pobres inocentes (especialmente hombres) engañados por las malas artes, que acabarían siendo condenados por unas autoridades eclesiásticas que, asustadas, se resistían a admitir públicamente la existencia de lo sobrenatural.
A pesar de que el imaginario colectivo conserve la imagen de una bruja fea, anciana y con verrugas (o algo más moderna, con el aspecto de la despiadada Bellatrix Lestrange), al menos hasta el año 1350 eran fundamentalmente los hombres los que se dedicaban a este antiguo oficio. De ahí, también, que los magos más reconocidos de la literatura sean varones.
Fue allá por 1487, tras la publicación del libro Malleus Maleficarum de Heinrich Kramer, cuando las mujeres empezaron a tener un mayor (y desgraciado) papel en el mundo mágico. El escritor conectaba al género femenino con la magia satánica y llegó a advertir de la «debilidad espiritual de las mujeres» y de su «tendencia natural para hacer el mal». Kramer creía que toda brujería provenía de «la lujuria carnal y de la sexualidad no controlada» de las mujeres.
Las brujas fueron perseguidas, acusadas de adorar al diablo y de convencerlo para hacer cosas malignas. Tales acusaciones se sustentaban en ciertas supersticiones curiosas. Se pensaba, por ejemplo, que introducir una escoba en agua atraía a las tormentas (de ahí, también, la imagen que nos ha llegado de la bruja montada en una escoba). Cuando ocurrían desastres naturales como inundaciones, se acusaba a algunas mujeres de haberlos provocado.
Para desgracia de muchos y muchas, la mala fama de la magia condujo a la famosa «caza de brujas», que se produjo entre los siglos XVI y XVII, y a rechazar aspectos positivos de la magia «como la curación de enfermos» a través de prácticas naturales. También es cierto que, por esta razón, se llegó a diferenciar la magia de los milagros, entendidos como algo bondadoso.
¿La mayor diferencia entre esa magia medieval y Harry Potter? Que en la saga de J.K. Rowling son los propios magos los que ejecutan los hechizos con la ayuda de sus varitas, sin necesidad de invocar a seres sobrenaturales. ¿La mayor semejanza? Que los personajes de esta saga, al igual que los magos y brujas medievales, tenían que esconderse de los muggles para evitar problemas.
por Lucía El Astri en Yorokobu