Ciento quince cortados en jarrito.
Si no pagara alquiler, podría tomarme todos los meses ciento quince cortados en jarrito.
Podría salir a tomarme setenta y cinco Quilmes o sesenta Stella Artois. Tendría dieciocho litros de cerveza de mediana calidad para consumir a mi antojo durante los fines de semana, sentada en esta mesa de madera en este bar de Villa Crespo, o en cualquier otro bar con precios razonables.
Podría invitar un montón de tragos a esos dos tipos, por ejemplo, que miran el partido desde arriba de sus banquetas y comentan que fue un día largo, pesado, y yo no puedo más que envidiarles el cansancio.
Giro hacia atrás la página de mi cuaderno y releo el decálogo que titulé: «Cómo buscar trabajo y no morir en el intento».
El punto 1 dice:
-No deprimirse.
No deprimirse, no deprimirse, no deprimirse, me repito cual mantra mientras camino por Avenida Corrientes y la llovizna golpea en la capucha naranja de mi campera.
La cara gomosa de De La Sota, sobre un fondo azul eléctrico, abarca desde el segundo hasta el séptimo balcón de la medianera de un edificio ubicado en la esquina con Pueyrredón.
Qué desperdicio, pienso, ya perdió las PASO. Con la plata que cuesta ese cartel, yo viviría cómodamente seis o siete meses. Quizás más. Quién sabe…
Dejo pasar las bocas de Subte de la línea B y las paradas del 168 donde pasa el colectivo que me llevará hasta mi pequeño departamento de Microcentro con ventana a pulmón y línea directa a la intimidad de mis vecinos. (Juro que puedo escuchar al del 5to B cuando hace pis y me sé de memoria las discusiones maritales de la del 2do).
Llego a mi casa. Meto las llaves. Abro la puerta, y sé que la Bandeja de Entrada de mi correo electrónico estará vacía, o a lo sumo un spam. Me acuesto. Ni siquiera prendo la tele.
El ruido de la cerradura me despierta. El velador sigue encendido. Lucas tira sus cosas arriba de la mesa y, aunque no lo veo, puedo recorrer mentalmente cada una de sus acciones: ahora está en la cocina, ahora abrió la heladera, ahora prendió un cigarrillo, ahora calienta las sobras de pizza que trajo del restaurant en donde lo explotan nueve horas por día, seis días por semana –con suerte. Hoy se cumplen catorce días sin franco-.
Ahora deja todo sucio en la bacha.
Apaga la luz, suspira y se tumba a mi lado.
— Hola, mi amor. ¿Cómo estás?
— Dormida.
— ¿Qué hiciste hoy?
— Nada.
Viernes:
El lunes me levanté, lavé los platos de la noche anterior, preparé el desayuno, leí los diarios, entré a todos y cada uno de los portales de empleo, mandé currículums, mandé tres propuestas de notas a tres editores distintos, fumé siete cigarrillos, tomé dos termos de mate, vi fotos en Facebook de gente que no me interesa, hice un test para saber qué director de cine haría una película con mi vida (salió Tarantino), bajé al supermercado, cociné, almorcé con Lucas, me entusiasmé con dos mails sin leer y con la misma intensidad me desilusioné al ver que eran de Mercado Libre. Limpié toda la casa.
El martes fue casi igual, pero en vez de limpiar, reordené la biblioteca. O tal vez fue el miércoles.
El jueves tuve una buena excusa para usar corpiño: ir a buscar un libro hasta Villa Crespo. Rompí el envoltorio de nylon, lo abrí, lo olí, leí la solapa y me acosté.
Y cada uno de esos días, alrededor de las cuatro de la tarde, cuando sigo sentada en la computadora, apoyo la espalda contra el respaldo de la silla, estiro las piernas, miro alrededor sin saber qué hacer y lloro.
Pero todavía falta. Hoy es viernes al mediodía.
El teléfono vibra sobre la caja de Marlboro Box. Lo tomo con mis manos nerviosas hasta que leo “Mamá” en la pantalla.
— Hola, querida, ¿alguna novedad de la búsqueda laboral?
— No, ma, ninguna…
— ¡Pero! ¡Qué cosa!
— ¿Vos cómo estás?
— Bien, querida, bien. ¿Le escribiste a mi amiga? ¿La que trabaja en…
— Sí, ma, ya le escribí.
— ¿Y no contestó?
— No, ma, no contestó. Esta semana le vuelvo a escribir – Lucas se acerca y me masajea un hombro.
— ¡Sí, insistile! ¡Tenés que insistir! ¿Cómo puede ser que una chica joven, formada, con un título universitario… –
— Bueno, ma…
—… tenga que vivir en esas condiciones, ¡desocupada! Sin conseguir nada…
— Bueno, algo va a salir, no te preocupes.
Soy yo quien la consuela a ella.
Lo último que escucho antes de cortar es: ¡Qué país, Dios mío!
Me siento y prendo un cigarrillo.
— ¡Ya sé qué te va a poner de buen humor, mi amor!
De los parlantes de la computadora empieza a salir Kilómetro 11, el chamamé más espantoso y conocido de la historia.
A veces Lucas es tan porteño, pobre. Piensa que porque soy del interior voy a sentir el primer acorde alegre de un acordeón y ahí nomás voy a largar un grito sapucai y a olvidarme de todos los males y a descorchar una damajuana de vino o ponerme a amasar un kilo de tortas fritas.
Detesto el chamamé. Y encima, es viernes.
Los viernes cumplir con el punto uno del decálogo se hace más difícil. La gente en Facebook pone cosas como: “Al fin viernes” y una se siente excluida porque sabe que el sábado será exactamente igual al martes o al miércoles: los fines de semana no pierden sentido, sino que cobran un sentido aún más horrible que Kilómetro 11.
Lucas se da por vencido y se va a trabajar. Yo pongo el agua para el mate y vuelvo a sentarme frente a la computadora.
Lo primero que se me ocurre es averiguar cuánto cuesta el cartel de De La Sota. Entro a las páginas de Internet de las agencias de publicidad exterior de la Ciudad de Buenos Aires. Llamo a varias por teléfono, finjo trabajar para una inmobiliaria que quiere expandir su mercado y pido presupuesto. No sé si me creen, pero igual me pasan los números y eso es lo que me interesa. Me entretengo por un rato.
Después, la nada.
No quiero llorar, me digo, y entonces, me acuerdo.
Súbitamente me paro y las encuentro arrinconadas al fondo del placard: unas zapatillas blancas deportivas que me compré hace años durante un viaje de mochilera y nunca más volví a usar.
Lo único que cambio de mi uniforme de entre casa (remera de algodón gigante y calzas negras) son las pantuflas. No pienso en nada. Agarro los auriculares, el celular y salgo de mi casa.
A la noche, como siempre, me despierta el ruido de la cerradura. Lucas se tumba a mi lado, me da un beso y dice:
– ¿Qué hiciste hoy?
– Nada… Bah, sí. Salí a caminar. Había una fiesta en Puerto Madero, parecían todos modelos. Era un casamiento. ¿No te parece raro que todavía la gente se case con vestido blanco?
– Puede ser.
– Ah, ¿Y sabés cuánto cuesta el alquiler por mes del cartel de De La Sota que está en Corrientes y Pueyrredón?
– ¿Cuánto?
– Dos mil seiscientos noventa y dos cortados en jarrito.