Es la historia de moda, la clase de relato periodístico que toca un punto sensible en el lector. Quizá sea porque no sólo a los españoles nos gusta la picaresca, quizá porque amamos esas narraciones que ponen en tela de juicio el orden habitual de las cosas (ricos y pobres, ganadores y perdedores, listos y tontos), pero un reportaje recién publicado en ‘New York Mag’ se ha convertido en uno de los relatos más apasionantes que han podido leerse en los últimos tiempos.
Es la historia de un grupo de ‘strippers’ que consiguieron forrarse timando a los ricachones de Wall Street que las visitaban cada noche en busca de algo de diversión mientras perdían el conocimiento a base de alcohol y drogas. Pero también el relato del auge y caída de una peculiar, amoral y sobre todo, ingeniosa empresa que intentaba restablecer el equilibro en el universo cobrándose la justicia por su propia mano. Quizá se encuentre más cerca de ‘El lobo de Wall Street’ que de ‘The Bling Ring’, pero sea como sea, aquí está la historia.
Preocupándose del negocio
Todo empieza hace algo más de una década, al menos para Roselyn Keo, la principal fuente con la que ha contado la autora del reportaje, Jessica Pressler. En él, la antigua ‘stripper’, que actualmente tiene 31 años, se define como una persona inteligente y con espíritu emprendedor, hasta el punto de que ya en la infancia revendía caramelos a sus compañeros. En palabras de la autora, una mujer “con esa proporción entre pechos y caderas que la ciencia ha concluido que afecta a los hombres como una droga”. Descendiente de refugiados camboyanos, a los 17 años comenzó a trabajar como camarera en un restaurante de Nueva York para pagar las facturas de sus abuelos, con quien vivía desde que sus padres se marcharon a Atlantic City.
“No me digas que me amas, porque eso significa que puedo sacarte todo el dinero que quiera y más”, recuerda Keo a propósito de sus clientes
Pronto recibiría una oferta de trabajo en Lace, el local de ‘striptease’ contiguo. Aunque era menor de edad, empezó a embolsarse entre 500 y 1.000 dólares la noche antes de centrarse en Manhattan, donde la cartera de los clientes era aún más abultada. Allí conoció a Samantha Foxx –nada que ver con la actriz; esta tiene una x más en su nombre–, una veterana aunque aún exitosa ‘stripper’ que la introdujo en su círculo íntimo, algo obligado en un mundillo, el de los clubes de alterne, en el que las ‘strippers’ deben pagar a los bares por trabajar en ellos, así como soltar una propina adecuada al DJ, a los camareros y al encargado.
No obstante, el gran problema eran los clientes, “tíos de Wall Street que querían divertirse y emborracharse con chicas”, que cuanto más dinero tenían, más desesperados y ridículos resultaban. “La mayor parte de ellos eran gilipollas”, explica el artículo. Gilipollas capaces de preguntarle a la mujer a la que van a pagar por desnudarse frente a ellos cosas como “¿te violó tu padre y por eso te dedicas a esto?” o pedirle que se metiese una botella de champán por el culo mientras su mujer les esperaba en casa. Otra variante eran los perdedores que simplemente querían hablar. “No me digas que me quieres, eso significa que puedo sacarte dinero por todo y más”, recuerda Keo.
Las protagonistas del reportaje dibujan un elocuente paralelismo entre las ‘strippers’ y sus clientes. Básicamente, ambos son infelices. Los banqueros deWall Street ganan mucho dinero pero ello no alivia su angustia, lo que les lleva a gastárselo en clubes privados, mujeres, alcohol y drogas, y por lo tanto, a tener que ganar más dinero aún. Es lo mismo que le terminaría ocurriendo al grupo de mujeres a partir de 2007, cuando diseñaron un sistema de estafa que les permitiría ganar dinero a manos llenas sin mucho esfuerzo: se forraban, seguían sintiéndose mal, lo intentaban aliviar con grandes viajes o comprando productos de lujo, y tenían que volver a su vieja vida.
Dinero a cambio de muy poco
Cuando Rosie volvió al negocio después de un par de años en los que había parido y cuidado a la hija de su ex, se dio cuenta de que algo no encajaba. A causa de la crisis, los precios estaban por los suelos, y mientras ella nunca se había prostituido, veía cómo inmigrantes rusas o colombianas ofrecían sexo por un puñado de dólares. Todas sus antiguas compañeras se habían tenido que plegar al nuevo estado de las cosas. Todas menos Samantha, a la que le iba muy bien con su sistema de marketing, como ella le llamaba. “Había encontrado alguna clase de agujero donde podía ganar dinero sin hacer el amor”, recuerda Rosie.
Todos tenían sus antecedentes. Habían estado en Hustler, en Rick, en Scores. Tenían ganas de fiesta. Y sí, añadíamos un extra
El procedimiento funcionaba de la siguiente manera: Samantha echaba mano de su agenda personal y empezaba a llamar a todos aquellos clientes que, durante años, habían frecuentado clubes como Scores. Entonces les ofrecían una noche loca y enviaban a alguna esbirra a pasar con ellos una noche de desbarre, alcohol y risas. Momento para que se sirviese el plato fuerte de la noche: “Exprimir su tarjeta de crédito tanto como pudiesen”. A veces era fácil hacerlo, a veces recurrían a un cóctel de MDMA y ketamina que servía para que se dejasen llevar, además de para que a la mañana siguiente tuviesen recuerdos confusos sobre la noche anterior. Algo esencial para que se sintiesen desorientados cuando viesen que habían firmado una factura de, por ejemplo, 20.000 dólares. “Todos tenían sus antecedentes. Habían estado en Hustler, en Rick, en Scores. Todos tenían ganas de fiesta. Y sí, añadíamos un extra del que no estaban al tanto”, explica Rosie.
Era la mezcla perfecta: si alguien se quejaba al ver su cuenta medio vacía, era fácil convencerles de que se les había ido la mano en plena euforia alcohólica. Y, si estaban dispuestos a denunciar, bastaba con recordar que es difícil explicar a una esposa que acabas de perder decenas de miles de dólares en manos de una ‘stripper’. Para ello era esencial la habilidad organizativa de Rosie, que cuadraba horarios, tomaba notas de cada cliente, diseñaba las facturas del estafado con cada uno de los conceptos por los que supuestamente había pagado y comprobaba que la información proporcionada era correcta. Empezaron asubcontratar prostitutas para aquellos que querían un poco más, a las que enseñaron a fingir beber y esnifar. El objetivo para todas ellas estaba claro: la vinculante firma en esa factura de miles de dólares por la que ningún hombre se atrevería a denunciar. Pronto, las ‘strippers’ se encontraron conduciendo coches de lujo y vistiendo ropas de Gucci y Channel gracias al dinero que estaban ganando a manos llenas. No sólo no tenían ningún remordimiento, sino que sentían que habían hecho justicia.
El declive del imperio
Resulta sorprendente que, durante mucho tiempo, nadie fuese denunciado por este complot, salvo la camarera del Roadhouse Carmine Vitolo. Sin embargo, como todo negocio que funciona, las dificultades no tardaron en aparecer. A veces, en forma de competencia que emulaba sus artimañas. En otras ocasiones, debido a la falta de disciplina de algunas prostitutas, que no se tomaban el negocio tan en serio como Samantha y Rosie, y aparecían a trabajar borrachas o no se presentaban, o “sus novios las golpeaban y tenían que ir al hospital”. Fue una de ellas la que dio el paso en falso que acabaría con la trama, después de que, frustrada en una cita, arrojase toda la droga que llevaba en la bebida de un cardiólogo que la denunció por una factura de 135.000 dólares.
Gracias a ella, en junio de 2014, Samantha fue arrestada y otras tres víctimas testificaron en su contra. Entre ellas se encontraba Fred (el nombre que el reportaje otorga a una de las víctimas, cuya identidad es anónima), padre divorciado de un niño autista que había perdido su casa por un huracán y que vio esfumarse los 17.000 dólares de su cuenta corriente. Además, había sido despedido de su trabajo por utilizar una tarjeta de crédito corporativa en la transacción, algo que ha marcado su currículo para siempre.
Samantha y Rosalyn se acusaron mutuamente de ser el cerebro de la trama. Puede haber sido la avaricia la causante de su caída, pero Keo le echa la culpa alestrés: “Era en plan ‘¿sabes qué? Esta gente me está jodiendo. Por eso, voy a sacarte el dinero. Te vas a quedar sin nada. Sólo por ser tan coñazo’”. También puede ser el cortoplacismo de la organización, que provocó que, poco a poco, las ‘strippers’ se quedasen sin sus clientes iniciales y tuviesen que terminar trabajando con desconocidos. Sin embargo, ellas siguieron considerándose víctimas: “Cuatro mujeres trabajadoras de entornos desfavorecidos, perseguidos por la policía gracias a ‘un destacado médico’.
Cuando lo pensé mejor, me di cuenta de que era la única normal entre todas esas chicas, la única con cerebro, un hijo y futuro
¿Es todo cierto? Después de contar su historia, Rosie decidió negarle lo relatado a Pressler, pero le permitió escribir “la historia de ficción que te conté” con el claro intento de protegerse. La ex ‘stripper’ y extimadora pretende convertirse en una ‘coach’ a lo Jordan Belfort (“véndeme este bolígrafo”), siempre y cuando la justicia no es interponga. Y no parece que lo vaya a hacer: Keo ha firmado un pacto, a pesar de que no quería ser una soplona. “Cuando lo pensé mejor, me di cuenta de que era la única normal entre todas esas chicas, la única con cerebro, un hijo y futuro”.
Vía confidencial