Lo que le hicieron no tiene nombre y su desesperado llanto nos deja a todos con un nudo en la garganta.
La sed de ambición, la ira, las ansias de destruir a los enemigos, el odio y la injusticia son males que habitan, lo queramos o no, en más seres humanos de los que el mundo puede soportar. Tristemente, todas estas aberraciones a la vida humana suelen desembocar en guerras y tragedias causadas única y exclusivamente por el animal que supone ser el más inteligente de todos, el único con capacidad de razonar y utilizar la inteligencia para lograr su objetivos. Eso se dice del hombre, eso pretenden demostrar estudios e investigaciones que han sido llevadas a cabo durante años que se han convertido en décadas, y décadas que se han convertido en siglos. Pues, al carajo con todo aquello que los humanos decimos de nosotros mismos. Toda la evidencia “empírica” que utilizamos para vanagloriarnos de nuestras virtudes y capacidades, deberíamos tirarla directo al tarro de basura. Al menos cuando nos enteramos de los crímenes e injusticias capaces de superar cualquier historia de terror, lo único que corresponde hacer es lanzar nuestra “superioridad” a la basura y pisotearla hasta entender que hemos hecho un mal irreversible.
Y no puedo sino escribir con una angustia inmensa cuando lo que ha ocurrido es tan cruel y grotesco como el caso de un niño de apenas 6 años que perdió la vida justamente por la sed de ambición, por la ira, por disputas territoriales, por odio, y por todos los males que habitan en nuestros corazones. Porque sí, nuestros corazones no sólo están hechos de amor y cosas lindas.
En medio del conflicto en Medio Oriente, un pequeño inocente que todavía no cumplía siete años perdió la vida dramáticamente luego de que una granada explotará a su lado. Su madre le dijo que saldría a comprar pan, pero al ver que ella tardaba más de la cuenta en volver, el niño palestino salió de casa buscando dar con ella. Entonces la bomba explotó. Su nombre era Sayed Masalha.
Al llegar al hospital con una pérdida importante de sangre y varias hemorragias internas, los doctores se percataron de que nada quedaba por hacer para salvarle la vida. El pequeño, consciente de que su muerte se avecinaba e inmerso en un sufrimiento inconcebible, de pronto pronunció algunas palabras.No fueron susurros, sino que gritos desesperados que reclamaban la injusticia que él estaba viviendo. Los doctores escucharon atentamente y sus palabras retumbaron en la sala del centro asistencial.
“Le diré a Dios todo lo que ustedes hacen, los voy a acusar por todo lo que hacen aquí, y Él los va castigar…”
Esto simplemente no tiene nombre.