Estos últimos años se ha desdibujado la frontera entre la derecha y la extrema derecha a través de un conjunto de medidas y actitudes políticas –de las que el reciente episodio de la ley de pensiones es solo un ejemplo–, hasta llevar a analistas, en Francia y fuera de ella, a considerar el giro autoritario y la naturaleza “iliberal” del poder actual.
En una entrevista concedida el 1 de julio al diario de la región toulousiana La Dépêche, Jean-Pierre Havrin, exalto funcionario de la policía y exdirigente del sindicato de comisarios, confiesa que la policía se ha convertido en adversario de la población y lo ve como una situación anormal, que lo es. Defiende una concepción de la policía al servicio de los ciudadanos y el modelo de un verdadero servicio público, una institución de proximidad, creadora de vínculo entre la población. Ese modelo fue abandonado por Nicolas Sarkozy cuando era ministro del Interior durante la presidencia de Jacques Chirac, en 2003. Dos años más tarde, en 2005, la primera gran revuelta nacional de los barrios populares estalló después de que dos adolescentes, Zyed y Bouna, perseguidos por la policía, murieran electrocutados al refugiarse en un transformador eléctrico. La revuelta duró veinte noches. Sus razones fueron analizadas: pobreza, guetos urbanos, ausencia de porvenir, exclusión por un creciente racismo de Estado. Dieciocho años más tarde la historia se repite, con sus mismas causas y efectos, salvo que las causas se han agravado. Todas.
Hace unos días, Nahel, un joven de 17 años, fue asesinado por un policía durante un control. La escena fue grabada y empezó a circular de inmediato: en ella se ve a dos policías junto a un vehículo, uno de ellos apuntando a Nahel con su pistola; de repente el coche avanza, se oye un disparo, y el coche termina por estrellarse unos metros más lejos. En la grabación se escucha decir por parte del autor del tiro mortal: “¡Te voy a meter un balazo en la cabeza!”, mientras su compañero arranca el coche diciendo: “¡Dispárale! ¡Dispárale!”. Según la madre del joven, la cabeza de Nahel presentaba notables heridas laterales, y en otras grabaciones de video se puede apreciar cómo los agentes le propinaron varios golpes, culatazos según Fouad, el pasajero del coche. Poco importa que eso provocara que su pie se deslizara del pedal de freno o que quisiera huir: como todos los jóvenes de esos barrios, sabía que siendo un chico de origen magrebí o subsahariano –como Alhoussein, 19 años, el joven asesinado el pasado 14 de junio en Angoulême–, estaba en serio riesgo de muerte. Sabía que sistemáticamente los agentes alegarían haber disparado para salvar su vida de un atropello. Sabía que, a ojos de la mayoría de los policías, la vida de un joven de los barrios populares no vale mucho. No conocía las estadísticas, no sabía de ese muerto por mes en las mismas circunstancias en lo que va de año, pero tenía un conocimiento práctico de la situación.
Ese saber no le salvó la vida, pero la grabación de la escena ha tenido el efecto detonante de una prueba definitiva y retrospectiva. El vídeo y su difusión, legales sólo porque el Conseil constitutionnel hizo caer el artículo de la ley mordaza francesa que pretendía prohibirlos, han creado sospecha, y un poco más que eso, sobre todos esos casos que se están multiplicando desde 2017. En efecto, ese año, una de las numerosas leyes de “seguridad” reclamadas por los sindicatos policiales, flexibilizó las reglas en torno al uso del arma de servicio en casos de “negativa a obedecer”. Esas imágenes han hecho más: han dejado al descubierto la comunicación policial que, inmediatamente después de saberse la muerte de un joven más durante un control, difundieron la consabida versión del policía “en peligro de muerte”, desmentida esta vez por el vídeo. Aún más: la difusión por los grandes medios, acompañada por las justificaciones más apasionadas de la acción policial en las radios y teles de extrema derecha propiedad del multimillonario Bolloré, quedó al descubierto. La retórica sistemática consistente en cargar a la víctima con todos los defectos, la invención en este caso de antecedentes judiciales graves, inmediatamente desmentida por los abogados de la familia de Nahel, se pudo escuchar en los “informativos” y tertulias de esos medios, incluso después de la difusión masiva del vídeo. Lo que ha aparecido entonces con la mayor nitidez es un sistema racista de justificación de la violencia hacia los jóvenes de las barriadas. El colmo fue el comunicado de France Police, una asociación creada por el partido de Le Pen que se presenta como un sindicato: “Enhorabuena a los colegas que abrieron fuego contra un joven criminal de 17 años. Al neutralizar su vehículo, han protegido su vida y la de otros usuarios de la carretera. Los únicos responsables de la muerte de ese gamberro son sus padres, incapaces de educar a su hijo”.
Esas palabras odiosas estuvieron de más, y provocaron una condena por parte del ministro del Interior, que vio rápidamente el peligro político. Pero lo que ha provocado la sublevación de todos esos jóvenes durante varias noches ha sido la experiencia acumulada de una policía percibida como una enemiga a la que se le permite todo, y la evidencia de esa idea se encuentra resumida en un corto vídeo. Luego, los coches y los edificios quemados noche tras noche no son ninguna novedad, aunque generen imágenes espectaculares.
Lo nuevo y mucho más inquietante es otra cosa, otro comunicado, esta vez de dos sindicatos de policía mayoritarios. Y este merece ser citado íntegro y comentado:
“¡Basta ya!
Frente a esas hordas salvajes, pedir la vuelta a la calma no basta: ¡hay que imponerla! Restablecer el orden republicano y neutralizar a los arrestados deben ser las únicas dos acciones políticas del momento. Frente a semejantes exacciones, la familia policiaca debe ser solidaria. Nuestros colegas, como la mayoría de los ciudadanos, están hartos de sufrir los dictados de esas minorías violentas. No es hora para la acción sindical sino para el combate contra esas ‘alimañas’. Someterse, capitular y darles el gusto de deponer las armas no constituyen soluciones ante la gravedad de la situación. Todos los medios deben reunirse para volver a instaurar cuanto antes el Estado de derecho. Una vez restablecido, ya sabemos que tendremos que sufrir otra vez ese caos que dura desde hace decenios. Por estas razones, Alliance Police Nationale y UNSA Police tomarán sus responsabilidades y avisan desde ahora al Gobierno que cuando esto se termine, seremos proactivos y si no se toman medidas concretas de protección jurídica del policía, de respuesta penal adaptada, de medios importantes añadidos, los policías juzgarán el valor de la consideración que se tiene hacia ellos.
Hoy los policías están en su puesto de combate porque estamos en guerra.
Mañana estaremos en resistencia y el Gobierno tendrá que tomar conciencia de ello”.
Se trata de un comunicado claramente sedicioso que invierte la relación y convierte a los policías en víctimas, en clara consonancia con el discurso mediático, pero también con el discurso del Ministerio del Interior desde hace años. La proximidad de la dirección de estos dos sindicatos con el ministro, el hecho de que su agenda, que viene claramente del programa de Le Pen, haya transitado hasta verse considerada con seriedad por el poder actual (que les ha dado satisfacción en muchas cosas), debe ayudar a leer este comunicado como un respaldo al ministro del Interior. Este se llama Gérald Darmanin. En otro país habría dimitido al conocerse el asesinato del joven, pero él no; quizás porque, según se rumorea, tendría posibilidades de convertirse en el próximo primer ministro. Retratar al personaje requeriría demasiado espacio (los que entiendan el francés pueden ver este retrato publicado el medio independiente Blast) y bastará decir que durante la última campaña electoral presidencial le espetó a Marine Le Pen que se había vuelto blandengue y que él era mucho más duro que ella.
Sobre este comunicado amenazante, que no ha suscitado gran reacción por parte del Gobierno ni de la presidencia de la República, cabe destacar cómo el vocabulario de la guerra, de la guerra civil, de la deshumanización de una parte de los ciudadanos y del orden frente al caos se conjuga con la llamada a restablecer “el Estado de derecho”, incurriendo en la misma inversión del lenguaje apuntada por Orwell en su novela 1984, y a la que nos ha acostumbrado el presidente de la República. Así, Macron había afirmado en marzo de 2019: “No hablen de represión o de violencias policiales, estas palabras son inaceptables en un Estado de derecho”. Este comunicado pone al Gobierno y a toda la clase política frente a una elección. Y esta elección no se traduce en términos electorales entre Macron, por un lado, y Le Pen por otro, un juego que ha funcionado dos veces, aunque se puede o se quiere repetir (el expresidente de la Asamblea nacional lanzó una bomba recientemente al hablar de una modificación de la Constitución para permitir un tercer mandato consecutivo). No, es más grave en realidad: se ha ido desdibujando la oposición entre la extrema derecha y lo que no sería esta. Y no solo porque Marine Le Pen, apoyada por buena parte de los medios y los políticos de derecha “normal” que le toman prestado su agenda, protesta cuando se la tilda de extrema derecha. Este es un juego de todas las extremas derechas, últimamente llevado hasta la ridiculez. Estos últimos años se ha desdibujado la frontera ultra a través de un conjunto de medidas y actitudes políticas –de las que el reciente episodio de la ley de pensiones es solo un ejemplo–, hasta llevar a analistas, en Francia y fuera de ella, a considerar el giro autoritario y la naturaleza “iliberal” del poder actual.
Hay elementos que indican que, desafortunadamente, el Gobierno y la mayoría de la clase política –de derecha y extrema derecha– han elegido. En 2019, durante el movimiento de los chalecos amarillos, un hombre había provocado gran entusiasmo entre los manifestantes al boxear con sus manos desnudas contra unos antidisturbios, en un contexto en el que cada día la policía abría cráneos y reventaba ojos (entre otros, el reciente asesino del joven Nahel, condecorado por el prefecto Lallement, ese mismo que decía a una señora que le recriminaba la violencia de sus tropas: “No somos del mismo bando, señora”). El boxeador se llamaba Christophe Dettinger. La gente, cuando este último se entregó a la policía, contribuyó a una colecta por internet que reunió 145.000 euros en dos días. El Gobierno y sus aliados pusieron el grito en el cielo para condenar la violencia inadmisible de ese hombre y bloquearon la colecta. Hoy, todos callan cuando una colecta reúne ya más de 600.000 euros para el policía que mató fríamente al joven Nahel; la misma gente se calla.
Conseguir que admitan que asesinar no es violencia, amenazar al poder con una sedición, enarbolando el Estado de derecho, invertir los papeles de víctimas y verdugos, excluir de “la gente” a una parte importante de la población, y todo ello en nombre del orden republicano, de la República, plantea una pregunta molesta pero central: ¿Quién es el público de la República?, e incluso, ¿Quién puede decidir o decirlo? En el movimiento Black Lives Matters como en la actual revuelta –que se intenta despolitizar por todas las vías al insistir en los comercios quemados y saqueados, y no en las comisarías, ayuntamientos, etc.– no solo se puede leer la reivindicación de formar parte del pueblo, sino también la de tener derecho a proclamarlo. Los autores de ese comunicado policial y los que no lo condenan tienen una respuesta clara a esa pregunta, una respuesta sencillamente racista, y también clasista, como se ha visto desde hace unos meses. No les molesta el estado policial, ni autoritario, si se viste con la bandera fraudulenta del Estado de derecho. Hace años ya que un rapero denunció la falaz retórica que consiste en privatizar la República al servicio de una agenda racista y neoliberal, y en llamar “escoria” (racaille) a los jóvenes de las barriadas pobres.
En efecto, la cuestión del racismo en la policía no es un asunto de opiniones individuales y no solo porque el racismo es un delito –y no solo una opinión–, sino porque el racismo es un sistema. Es igual de grave el hecho de que tres cuartas partes de los policías en activo estén dispuestos a votar por Marine Le Pen en las próximas elecciones, como lo es la denegación gubernamental según la cual no hay racismo en la policía. Ese carácter sistemático lo ilustran las encuestas sobre el racismo en la institución, mostrando hasta qué punto la palabra racista, cotidiana, naturalizada y sin complejos, crea una exclusión de los que no son racistas porque la socialización pasa en parte por compartir opiniones o motes racistas y que la jerarquía no lucha contra esos discursos (y muchas veces los alimenta o anima).
La denegación de la existencia del racismo en las filas de la policía francesa funciona como la denegación de las violencias policiales: es una prohibición de hablar de ello. Si no se respeta, acarrea para el ciudadano o el político que osa afirmar que la realidad es real una respuesta en forma de acusación grave: la de situarse fuera del orden republicano, de ser un enemigo del orden, un desafecto.
El cuadro es más bien feo y el que mejor lo resume es el sociólogo suizo Jean-François Bayart, que sitúa al país en el punto de inflexión hacia el autoritarismo: “Sí, Francia se está volcando. Sin duda, la explosión social de los suburbios acelerará el movimiento. Pero quizá habría que recordar la definición de ‘punto de inflexión’ dada por los expertos del IPCC: ‘Grado de cambio en las propiedades de un sistema a partir del cual el sistema en cuestión se reorganiza, a menudo bruscamente, y no vuelve a su estado inicial, aunque se eliminen los factores causantes del cambio’”.
Autor: François Godicheau
Foto: Wire
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